Ha habido un crimen en la Biblioteca de Ciencias de la Salud
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Desde el pasado mes de octubre, la Biblioteca Universitaria puso en marcha la exposición “Perlas ensangrentadas. El género negro en la novela y en el cine” que se pudo visitar entre octubre y noviembre en el Edificio Central de la Biblioteca Universitaria.
Entre noviembre y diciembre pasó por la Biblioteca del Campus del Obelisco y ahora, durante este mes de enero, la podrás visitar en la Biblioteca de Ciencias de la Salud. Aprovechando su paso por nuestra Biblioteca, decidimos, sin ninguna pretensión, “hacer nuestros pinitos” y lanzarnos a escribir un brevísimo relato que queremos compartir contigo, esperando que cuanto menos te entretenga entre hora y hora de estudio.
Te animamos a que nos dejes en la sección de comentarios cómo crees que se resuelve nuestro misterio.
La Exposición continuará su recorrido por las Bibliotecas de Veterinaria y Arquitectura durante los meses de febrero y marzo, respectivamente.
Ha habido un crimen en la Biblioteca de Ciencias de la Salud
Cuando Rosa abrió la puerta de la Biblioteca después de las vacaciones de Navidad, Juan estaba muerto.
A Juan Salas le gustaba leer, quizá demasiado. Siempre decía que la literatura era su vida. Su vocación frustrada de escritor no menguó en nada sus aspiraciones. Su presencia, adusta, envuelta en una nube de espeso humo de puro, su porte demodé y un gesto ridículo, acompañado de un sombrero añejo calado hasta las orejas y un profundo aliento a whiskey, no constituían una buena carta de presentación.
Pero así era Juan. Alguien capaz de convertir el tópico de escritor maldito en su forma de vida. “Hacer de la necesidad, virtud”, gustaba repetir entre calada y trago, remedando en su cerebro viejas sentencias de sabor estoico sin recordar apenas ni dónde ni cuándo las había leído.
“Literatura y vida”. Sus obsesiones infantiles no remitieron en su adolescencia ni en su edad adulta. Sin permitir que nada ni nadie se interpusiera en su sueño, poco a poco encontró un mundo propio en el que sus amistades no podían responderle. Un mundo perfecto. Y así Chandler, Patricia, Correa, Poe, Camilla, Alexis o Agatha poblaron su tiempo, su espacio y sus silencios.
Con 13 años, poco sabía Juan que una de aquellas excursiones de instituto que tanto le agobiaban y le aburrían, le iba a cambiar la vida. En feliz día doña Margarita Astudillo, su profesora de Literatura, decidió llevar a toda su clase a la Biblioteca de la ciudad a conocer a Rodrigo Fuensanta, su escritor de novela negra favorito.
Embargado por la emoción y la vaga sensación de que algo trascendente iba a ocurrir al día siguiente, Juan era incapaz de conciliar el sueño. En su cabeza, poco a poco iba cobrando forma una idea nebulosa, al principio, pero persistente. Abruptamente se levantó. Lo había decidido. No podía dejar pasar la oportunidad. Escribiría un relato corto y al día siguiente se lo enseñaría a Rodrigo.
Nunca en su joven vida había trabajado con tanto ahínco. En plena madrugada, con luz tenue, buscó la vieja máquina de escribir de su abuelo y, anhelando un silencio imposible, tecleó palabra tras palabra, renglón tras renglón. Al cabo, el tacatac de la vieja Continental cesó por fin. Tembloroso, nervioso, sin saber muy bien por qué—muchas veces había escrito antes—sacó el papel de la máquina y releyó el texto una y otra vez.
Satisfecho de su trabajo, se acostó pensando en todas las conversaciones posibles con Rodrigo. Se lo imaginó alabando su trabajo y su prosa suelta, su insultante precocidad. Sin duda, Rodrigo le invitaría a participar en la revista que acababa de fundar. Y si a sus padres les parecía mal, que se fastidien—pensó.
Relajado y orgulloso, comenzó a quedarse dormido. Y una nueva imagen volvió a desarrollarse en su cerebro. “¿De qué conoce Margarita a Rodrigo? ¿Por qué ir a la biblioteca precisamente para conocer a su escritor favorito?”. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Ya era simplemente Margarita, el “doña” estaba fuera de lugar.
“Literatura y vida”. Aunque pasen los años, el dolor permanece. Las frustraciones pesan en el corazón, como una losa que aprisiona la respiración, cercena la esperanza y agosta el amor.
No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Quién había cantado ese verso, poco le importaba a Juan. Siempre tuvo una memoria extrañamente prodigiosa pero inexacta. Era capaz de recordar extensas citas, pero no de quién ni dónde las había leído. Y tampoco le importaba ya a sus cincuenta y un años.
Se las había apañado para encontrar la voluntad de estudiar unas oposiciones entre trago y trago, su extraordinaria memoria y su amor inagotable por los libros hicieron el resto. Sentado en su despacho, diligente, profesional, trabajador, Juan seguía soñando despierto. Soñando sueños que ningún mortal se haya atrevido a soñar jamás, como le gustaba decir a su amigo Poe.
De un trago apuró el whiskey, con una profunda vaharada de humo dio por acabado el enésimo puro del día, que no sería el último. Se caló su sombrero y salió a la calle. Maldito Rodrigo—musitó entre dientes entrando en su bar habitual. Sin duda, la envidia—remachó—le impidió aceptar que él, un joven de 13 años, podía emularle como escritor.
Sin que se hubiera derretido la piedra de hielo, pidió otro trago. Qué habrá sido de Margarita. Ella también aprobó sus oposiciones muy pronto y empezó a dar clase picando apenas los 24. Siempre fue muy inteligente. Es probable que siguiera dando clases en el mismo instituto… y él ahora trabajaba en una biblioteca.
“Literatura y vida”. Con el paso de los días, una idea fue tomando forma en su cabeza. Era una locura, pero ¿y si salía bien? Corrió a casa. Rebuscó en el altillo del altillo del armario. Allí estaba, bajo una capa polvorienta, la vieja Continental del abuelo.
El desorden acumulado durante años, reflejo de pasiones inextinguibles y sueños rotos, había pasado factura. En alguna parte de aquella Babel de libros y papeles viejos, cajones que no cierran y un sinfín de novelas a medio acabar, debía estar la caja de cintas entintadas para la máquina de escribir. Nadie le convencería de las ventajas de un ordenador.
Un incesante tacatac rompió el acostumbrado silencio sepulcral de su casa. Como casi cuarenta años atrás, nunca había trabajado con tanta intensidad y pasión. Las palabras borboteaban de sus dedos como lágrimas en la lluvia—dónde demonios había escuchado eso.
Página tras página, Juan Salas, copa en mano y puro en boca, estaba convencido de estar escribiendo la mejor novela policíaca de la historia—¿por qué las llamaban policíacas, pensó, acaso el protagonista no es siempre el muerto?
La luz de la luna refulgía a través del cristal del salón. Juan sonrió caprichoso. Una mirada furtiva hubiera bastado para encontrar lo imposible: Una figura con antiguo sombrero calado, envuelta en una nube impenetrable de humo, una botella whiskey a medio acabar y el tacatac penetrante y monótono de una vieja máquina de escribir que se resistía a morir. Eso era Juan Salas, un tópico hecho carne y hueso. Y eso le hacía feliz.
Clareó el día. Apurando un trago de café frío, salió a la calle y se encaminó al instituto. ¿Margarita? Corrió a su encuentro entre el barullo de adolescentes gritones y molestos. Aunque habían pasado muchos años, a Juan le desagradó que a Margarita—precisamente a ella—le costara recordarle.
Atropelladamente y dando rodeos pueriles, buscando una excusa que no había previsto cuando le falló el valor, le propuso a su antigua profesora una excursión a su biblioteca—nunca se hubiera atrevido a invitarla a salir sin más. La emoción le embargó como nunca antes cuando le dijo que sí, pues siempre—le respondió—le habían gustado las bibliotecas y qué mejor cicerone iba a encontrar para su clase que un antiguo alumno, amante de la lectura y bibliotecario.
“Literatura y vida”. Ese era el título del libro que le había acompañado desde que era adolescente. Se había convertido en casi un sonsonete que le acompañaba a diario y que a fuerza de repetirlo ya había perdido parte de su significado. De aquel libro—recordaba—no le atrajo el contenido. Sino lo que prometía. En algún lugar olvidado había leído que La vida es puro teatro. Puro teatro. Nunca estuvo tan de acuerdo con algo. “Literatura y vida”. Pronto Margarita lo sabría.
De vuelta en casa, Juan se enfrascó en rematar frenéticamente los últimos capítulos de la novela de su vida. Una copa tras otra, Juan fantaseó con su idea. Cuando Margarita le llamara para confirmar la visita escolar, él le explicaría que había escrito una novela pero que no podía terminarla sin ella. Tu único trabajó—argumentó para sí—será escribir las últimas líneas. Cuando llegue el momento, sabrás cómo acabarla. Y juntos habremos escrito la mejor novela de la historia.
Se levantó. Contempló la luz de la luna por la ventana, resplandeciendo con una hermosa luz plateada aquella noche de diciembre. Ansioso, cogió el móvil y mandó un mensaje a Marga—ya no necesitaba el nombre completo, pensó—rogándole que la visita debía ser el 13 de enero.
Juan Salas sonrió feliz.